-Encontré esto en tu escritorio:
“En una ciudad cualquiera había una casa abandonada en la que vivía un monigote. Bueno, casa es un decir, porque en rigor de verdad sólo eran tres paredes y los restos de un entrepiso que no llegaban a calificar como techo. Y para ser sincero, quién vivía allí tampoco era un monigote. Al menos no en el sentido estricto de la palabra. Más bien era un… graffiti. Estaremos de acuerdo en que aplicar un verbo como vivir a un graffiti pareciera ser obra de algún poeta empedernido, que no puede evitar darle un aura de misticismo a algo tan trivial en una ciudad como un graffiti (y yo no lo soy). Pero no, este graffiti vivía como vivimos vos y yo, y todas las personas que pasaban todos los días por allí. Bueno, me rectifico nuevamente, ya que a diferencia de vos y yo, este graffiti estaba confinado a las paredes de la casa, digo, a las tres paredes y los restos de un entrepiso que no llegaban a calificar como techo. No podía salir de allí. No era libre…
El monigo… graffiti tenía un espíritu soñador y
entusiasta, y todos los días se acercaba a la única ventana que quedaba en las
paredes a observar a través de ella, pero su apreciación del paisaje se veía
dificultada por los gruesos barrotes de hierro que conformaban una de las rejas
de la casa. A pesar de ello, podía distinguir con cierta dificultad, la plaza
del barrio, donde los chicos iban a jugar a la pelota y los abuelos al ajedrez
o al truco. Algunas madres charlatanas columpiaban a sus hijos en las hamacas
del arenero, mientras hablaban más de lo que escuchaban. Todos los sábados se
juntaba la murga local a practicar eso de hacer un festival de sonidos y mover
el esqueleto, y algún domingo se podía ver parejitas de enamorados tomando mate
y besuqueándose en los banquitos. Todo este escenario, rodeado de edificios que
se extendían a lo lejos, cuyos habitantes entraban y salían a todas horas del
día, cada uno con su historia particular, con sus apuros y preocupaciones o con
sus alegrías y certezas. Y así como observaba, el graffiti también añoraba
estar allí, e imaginaba que se despegaba de la pared y salía corriendo hacia la
plaza, veía en primera persona sus colores, olía sus aromas. Sentía el pasto en
sus pies descalzos de aerosol, y se sentaba a escuchar la música de la murga.
Un festín para los sentidos. Y si en algún momento tenía la necesidad, por qué
no, quizás salía a recorrer y conocer otras plazas, rodeadas de otros
edificios. Con otras gentes que andan por ahí, otros jóvenes y ancianos que
juegan juegos divertidos y otras parejas de enamorados.
Tantas veces
se repitió esta escena, tanto añoró el graffiti, tanto deseó, que un día se
despertó y decidió que no se quería resignar a pasar toda su vida (¿cuánto vive
un grafiti?) encerrado en esas tres paredes y los restos de un entrepiso que no
llega a calificar como techo. Fue entonces cuando vio la reja de la ventana, y
lo invadió un profundo malestar. Esa reja simbolizaba todo lo que era su vida,
simbolizaba todo lo que no tenía ni iba a tener. Él quería libertad, y tenía
que conformarse con moverse en ese reducido espacio. Era una burla, una ofensa
en sus narices, y encima le impedía ver con claridad su único contacto con el
mundo más allá de las tres paredes y el resto del entrepiso que no llega a
calificar como techo. Era un hecho: la reja tenía que irse.
Así fue como día tras día concentro sus
esfuerzos en arrancarla, en sacarla de lugar. Tiraba, movía, forcejeaba, pero la
suya no era una tarea sencilla: los tornillos habían penetrado profundamente
en el cemento y los ladrillos y había 10 de ellos. Apenas si se movían
levemente con cada esfuerzo agotador del graffiti. Tras algunos días, decidió
cambiar de estrategia y pensó que lo mejor era agujerear la pared a la altura
de los tornillos. De esa manera, al eliminar su sustento, la reja caería sola.
Con una pequeña barrita de acero que encontró, raspó incansablemente la pintura
primero, el yeso después, y finalmente el ladrillo alrededor del ya descubierto
tornillo hasta que hizo tope con la base de la reja. Repitió el procedimiento con todos los
tornillos, uno por uno, uno por día. Y paso a paso la reja iba perdiendo
firmeza. Pero también la pared. Y los restos de entrepiso que no llegaba a
calificar como techo. Y un día llego El día. El graffiti sintió como la barrita de acero hizo tope con la base de la reja en el último tornillo. Se tomó unos segundos, en parte para saborear el momento y en parte para tomar valor y dar el empujoncito final. Miró a la reja por última vez, respiro hondo y empujó. Fue instantáneo: mientras la reja caía del otro lado, la parte superior de la pared se derrumbó completamente, arrastrando consigo al resto de entrepiso que no llega a calificar como techo. Una nube de polvo invadió el lugar y tardó un buen tiempo en disiparse. Algún vecino que escuchó el ruido se asoma, curioso, y observa el escenario, la imagen: donde antes había una pared, ahora hay una pequeña medianera, de no más de cincuenta centímetros de alto, con la pintura muy dañada, algunas rajaduras, y en la que se puede ver lo que parece ser un par de pies descalzos de aerosol seguidos por unas piernas que se cortan abruptamente en donde terminan los restos de la pared. Piedras y cascotes por todo el piso, bañados en polvo de ladrillo y yeso. Del otro lado, sobre la reja, yacen algunos escombros que se diferencian del resto por tener colores y formas distintos al blanco monótono de las otras paredes. Hasta parecieran formar una figura, casi como un rompecabezas…”
-¿Te gustó?
-No se, el final me deja una sensación rara y no entiendo cual es la moraleja.
-Mmmm moraleja? emmm. Y... No seas demasiado ambicioso y apreciá lo que tenes, porque sino te podes morir.
-Creo que no sos bueno para esto...